¿Qué tenían los dinosaurios en la cabeza?

Tomografía a los grandes reptiles

Usando látex líquido y, como molde, el cráneo fosilizado de un dinosaurio, los especialistas pueden reconstruir en detalle el contorno del cerebro de aquellos grandes reptiles. Y, a partir del estudio tomográfico de los modelos, es posible especular más certeramente sobre su inteligencia, comportamiento y contar con más elementos para estudiar su evolución.

Por Paula Falaschi (marsilea2001@yahoo.com.ar) para EXACTAmente 48

La sala de espera para el tomógrafo está repleta de personas que aguardan ser llamadas. Sentadas o paradas, algunas hablan entre sí, mascullando palabras inteligibles, otras refunfuñan. Cuando pasa la secretaria, todos alzan la cabeza esperando una llamada que no llega, y vuelven a hundirse en un rumiar de pensamientos que tal vez preferirían evitar. Por fin, se abren las puertas del tomógrafo, y todas las miradas se dirigen hacia el que sale, no sin evitar cierto rencor. Pero las miradas se sorprenden con un “paciente” que va en brazos de una mujer. Y que, además, dista mucho de ser un paciente humano.

Estamos en Plaza Huincul, provincia de Neuquén. Camino al Museo Carmen Funes, la doctora en paleontología Ariana Paulina Carabajal sostiene en sus brazos al “paciente” como si fuera un tierno bebé. Nos cuenta que se trata del cráneo de un dinosaurio carnívoro, que habitó las tierras de la actual provincia de Neuquén en el período Cretácico, hace unos 80 millones de años, y que aún espera ser bautizado por sus padres humanos.

Ya dentro de la oficina, Paulina Carabajal coloca el cráneo petrificado sobre su escritorio, junto a otro objeto de forma peculiar, que no es un cráneo, pero casi. El objeto en cuestión es alargado, de forma indefinida, consistencia gomosa y color gris. Para ella, este objeto habla por sí solo, y devela secretos de millones de años. Se trata de una réplica en látex del cerebro de un dinosaurio, preparado por ella misma utilizando una de las técnicas más tradicionales en estudios paleoneurológicos. Es decir, aquellos que permiten saber cómo era el sistema nervioso de animales extinguidos, y más específicamente, del cerebro con todos sus anexos. En el caso del cerebro dinosauriano, estudiarlo permite a los paleontólogos, en primer lugar, establecer similitudes y diferencias entre distintos grupos de dinosaurios. Pero lo más interesante de estos estudios es que permiten inferir, en base a las proporciones entre las distintas partes del cerebro, qué tan desarrollados habrían estado los sentidos de estos animales, y así conocer mejor sus hábitos de vida. Más aún, al compararlos con el cerebro de las aves actuales, los especialistas pueden saber qué modificaciones ocurrieron en el cerebro de los dinosaurios en su camino evolutivo hacia las aves; y que, junto a modificaciones del esqueleto, del metabolismo, y la aparición de las plumas, resultaron fundamentales para adquirir la capacidad de vuelo. Todas estas pistas sugieren cada vez con más fuerza que las aves que cantan a nuestro alrededor son realmente dinosaurios vivientes.

Pero, ¿resulta posible tener un fósil cerebral? La especialista, egresada de la carrera de paleontología de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de La Plata, nos explica lo siguiente: “Encontrar un cerebro fosilizado sería el sueño de muchos paleontólogos pero, lamentablemente, no es posible. El cerebro, al igual que cualquier otra parte blanda del cuerpo de un animal, comienza a descomponerse inmediatamente luego de su muerte. Por ello, el único rastro de su presencia en un esqueleto de millones de años, como en un dinosaurio, es la cavidad que el cerebro ocupaba”.

La cavidad del cerebro se ubica en la parte posterior del cráneo, recubierta por una cápsula de hueso resistente que provee al cerebro una protección fundamental durante la vida del animal. Esta “cápsula” ósea, llamada neurocráneo, puede preservarse como fósil precisamente gracias a la dureza y composición mineral del hueso.

Hace poco más de una década, las nuevas tecnologías permiten además reconstruir cómo habría sido el cerebro propiamente dicho. Estudiar el cerebro de un dinosaurio requiere técnicas específicas, que comienzan con la preparación del neurocráneo, con el objetivo de vaciarlo para recuperar la cavidad lo más parecida a como era en vida del animal. “Cada ejemplar es único –puntualiza Paulina Carabajal–. A veces es posible tratar inicialmente el cráneo con ácidos, pero los ácidos pueden dañar el hueso, debido a su composición mineral. Lo usual es que quitemos el sedimento del cráneo en forma manual, usando agujas finas que permiten remover granito por granito. Accedemos a la cavidad del cerebro a través de un pequeño orificio ubicado en la parte posterior del cráneo, allí donde el cerebro se comunica con la médula. Pero si el sedimento es muy duro, debemos recurrir al uso de martillos neumáticos, y en ese caso preparar la cavidad va a ser mucho más difícil. En casos excepcionales, tenemos el neurocráneo vacío, gracias a que el relleno sedimentario se disolvió naturalmente en algún momento de su historia geológica”.

Reconstruyendo el cerebro

Una vez preparada la cavidad cerebral, está lista para ser estudiada mediante técnicas más complejas y revelar así los detalles del cerebro. Actualmente, los paleoneurólogos utilizan dos técnicas principales: tomografía computada y réplicas hechas en látex.

La tomografía “corta” el neurocráneo en rodajas. Cuantas más rodajas se obtengan, más fiel será la reconstrucción del cerebro: más de 400 “rodajas” pueden ser necesarias para el estudio de un único ejemplar. Las imágenes permiten distinguir partes con diferente densidad: todo lo que es hueso, en la tomografía se va a ver de color blanco, y todo lo que está hueco, de color negro. Mediante programas específicos, se “pinta” el hueso de un color, la cavidad del cerebro de otro y otras cavidades anexas con diferentes colores. Por eso es tan importante vaciar lo mejor posible las cavidades: si el cráneo tuviera restos de sedimento de densidad similar a la del hueso, sería imposible diferenciar nada. Luego, el programa permite reunir la información de estas rodajas en una única imagen, que es precisamente la reconstrucción tridimensional del cerebro y sus anexos.

Molde endocraneano de látex de Giganotosaurus (estudio: Paulina Carabajal y Canale, 2010)

Las réplicas de látex se realizan en forma casi artesanal, untando con látex líquido las paredes internas de la cavidad cerebral. Así, se obtiene un molde interno, que se extrae luego a través del orificio posterior del cráneo, dando vuelta la réplica a modo de guante de goma. “Los resultados son sorprendentes: el cerebro de los grandes dinosaurios, como el famoso carnívoro argentino Giganotosaurus carolinii, ocupaba no más de nuestras dos palmas juntas, mientras que el animal en vida podía alcanzar hasta 12 metros de largo –explica la paleontóloga–. Otros carnívoros más pequeños poseían cerebros que cabían en una sola palma humana. La réplica de látex permite observar el “cerebro” directamente. Al tenerlo en la mano, puedo girarlo, observarlo desde cualquier ángulo, sin necesidad de imaginar ninguna de sus perspectivas. Además, hay algunas marcas muy pequeñas, como de venitas o de uniones entre huesos, que sólo se pueden ver en la réplica, y no en la tomografía. En cualquier caso, se trata de técnicas complementarias”.

Una vez obtenida la reconstrucción tridimensional del cerebro, ya sea por tomografía o por réplicas de látex, es posible describir cómo habría sido su forma y también el desarrollo relativo de las distintas partes. Esto permite comparar los cerebros de diferentes dinosaurios y sugerir relaciones entre especies, familias y grupos mayores de dinosaurios; como por ejemplo entre dinosaurios herbívoros y carnívoros. “Los herbívoros en general, y particularmente los grandes saurópodos de cuello y cola largos, tenían cerebros globosos y cortos; en cambio, los carnívoros (terópodos) tenían cerebros más alargados y comprimidos lateralmente” –señala Paulina Carabajal–. Otra diferencia interesante reside en una prolongación del cerebelo, llamada proceso flocular, que está muy desarrollada en dinosaurios carnívoros y también en las aves actuales, que sabemos hoy que derivan directamente de ciertos dinosaurios carnívoros. En cambio, este proceso flocular está ausente en la mayoría de los saurópodos, que no están emparentados con las aves. Esto nos hace pensar que esta parte del cerebro se relaciona con el andar bípedo que tuvieron los dinosaurios carnívoros. Las aves, no sólo caminan en dos patas, sino que también vuelan, y la complejidad de estos movimientos estaría reflejada en el gran desarrollo de este proceso flocular.”

Ariana Paulina Carabajal en su laboratorio

Aves de buen olfato

Dentro de los dinosaurios carnívoros, los más evolucionados son los dromeosáuridos o manirraptores, como el famoso Velociraptor, o, volviendo a nuestro país, el Unenlagia comahuensis de la provincia de Neuquén. Estos dos dinosaurios, a semejanza de otros dinosaurios carnívoros denominados “avianos”, precisamente por su vínculo con las aves modernas, poseían plumas que les habrían permitido mantener la temperatura corporal. Su esqueleto sugiere que, además, habrían podido mover los brazos de un modo similar al de las aves.

El cerebro de estos dinosaurios avianos era mucho más parecido al de las aves que al del resto de los dinosaurios carnívoros. Tanto estas “paleoaves” como sus descendientes vivientes poseen hemisferios cerebrales, cerebelo y lóbulos ópticos muy desarrollados. Esto les habría permitido no sólo ver mejor, sino también moverse en forma variada y responder a los estímulos del ambiente en forma más compleja y activa. Darla Zelenitsky, paleontóloga de la Universidad de Calgary en Alberta, Canadá, puntualiza: “El Archaeopteryx, un ave primitiva que comenzó a volar en el período Jurásico (unos 150 millones de años) poseía un cerebro muy similar al de las aves. Pero tenía bulbos olfatorios bien desarrollados, que son los anexos del cerebro relacionados con el sentido del olfato. Por este motivo, consideramos que tenía un buen sentido del olfato, comparable al de los dinosaurios carnívoros, además de una vista muy aguda. Las aves actuales no tienen el olfato muy desarrollado, y deben haberlo perdido en algún momento de su evolución”.

“Darnos una idea de qué tan desarrollados estaban los distintos sentidos en un dinosaurio, no es una tarea fácil –subraya Paulina Carabajal–. Las aves actuales descienden de ciertos dinosaurios carnívoros, pero han cambiado mucho a lo largo de su evolución. Entonces, podemos sacar algunas conclusiones cuando comparamos los cerebros de los dinosaurios con los de las aves y de los reptiles actuales más emparentados: los cocodrilos, pero no podemos obtener resultados absolutos. La capacidad de visión, audición y olfato de los dinosaurios carnívoros no avianos fue probablemente similar al de los cocodrilos actuales. Por ejemplo, siempre se dijo que el tiranosaurio rex tenía grandes bulbos olfatorios que le habrían permitido oler a sus posibles presas y también a cadáveres en descomposición a largas distancias. Estos estudios del cerebro se complementan con estudios biomecánicos, que permiten inferir qué fuerza tenía el dinosaurio en la mandíbula y por ende si habría podido destrozar carne y hueso también. Gracias a este tipo de análisis integral, sabemos que el tiranosaurio podía romper hueso, y pudo ser tanto carroñero como depredador.”

Pero volviendo a la paleoneurología, otro dato muy interesante que se obtiene de los estudios tomográficos es el detalle del oído interno de estos animales. El oído interno es un órgano blando que se aloja en una cavidad propia, muy próxima al cerebro. Está dividido en dos partes: una que se dedica a “escuchar” y transmite los sonidos al nervio auditivo; y otra que se dedica al equilibrio y balance del animal. Esta segunda parte está formada por tres tubitos membranosos rellenos de líquido, llamados canales semicirculares. Uno de estos tubitos es horizontal y paralelo al suelo, y es precisamente el que nos permite distinguir hacia donde es arriba y hacia donde abajo, por ejemplo luego de dar una vuelta carnero o de haber girado en forma descoordinada. Las marcas dejadas por los canales del oído interno en los huesos que lo protegían, permiten orientar la cabeza de los dinosaurios respecto del resto de su cuerpo y de la línea del suelo.

Midiendo la inteligencia

Los especialistas estiman el volumen del cerebro de un animal extinguido de dos formas complementarias: las imágenes tomográficas permiten hacer un primer cálculo. Luego, se puede obtener también una réplica sólida de la cavidad cerebral, sumergirla en agua, y en base al volumen de agua desplazada, se llega a conocer el volumen del cerebro. Así se sabe que el volumen de los cerebros dinosaurianos fue, en términos generales, mucho más grande que el de los reptiles y aves actuales: Giganotosaurus, por ejemplo, tenía un cerebro que ocupaba unos 250 cm3; otros carnívoros apenas llegaban a la tercera parte de este volumen. Un cocodrilo moderno tiene un cerebro de apenas 15 cm3, y las aves tienen cerebros de volumen muy variable, un avestruz puede alcanzar los 41 cm3, pero otras aves como la paloma alcanzan escasamente los 2 cm3.

Cabe ahora preguntarnos: ¿podemos hablar de dinosaurios más y menos inteligentes en base al tamaño de su cerebro? “No es posible hacer una relación directa entre el tamaño del cerebro y la inteligencia del animal, no existe ningún tipo de regla que los vincule. –responde Paulina Carabajal– Si comparamos el cerebro del tiranosaurio, que es enorme, con el de un dromeosáurido, que es mucho más chico, diríamos que el tiranosaurio era mucho más inteligente, pero este razonamiento no tiene fundamento científico. Lo que hacemos es calcular un índice que relaciona el tamaño del cerebro con el tamaño corporal. Se llama índice de encefalización, y de algún modo, mide la inteligencia del animal. Giganotosaurus tiene un índice de 1,4; los dinosaurios avianos y Archaeopteryx índices de 3 o más, y las aves actuales, alrededor de 5,8. Resulta claro que, los dinosaurios que dieron origen a las aves poseían cerebros grandes en relación a su tamaño corporal, y habrían sido más inteligentes, al menos respecto de la complejidad de comportamientos que tendrían. En todo caso, la paleoneurología de los dinosaurios está todavía en pañales. A medida que se hagan más estudios en dinosaurios de otras partes del mundo, y también en aves y reptiles actuales, vamos a tener muchos más elementos para poder comparar y darnos una mejor idea de cómo habrían sido el sistema nervioso y los sentidos en estos animales extintos.”